Hubo una tormenta de granizo ese veintinueve, hielos fracturados buscando atravesar los techos de la ciudad, uno tras otro agujerearon los pétalos que cubrían la luna, aquella que me ha cuidado hasta los treinta y ocho. Cada granizo se pulverizó entre los dedos de mi madre, con su rostro lleno de pecas marcando el sonido y los caiquenes caían del cielo esa mañana, 5:59 am en punto. Los ángulo afectan los planetas, si son agudos o si son obtusos serán determinismos de mi tránsito estelar.
Crecí en la austral pampa, orejas selknam bajo el suelo del parque escuchan los latidos del crepitar en mi pecho. Frambuesas tiñen dedos y una fucsia magallánica derramará la miel rozando la mejilla infantil roja de chocolate, abierta en sus capilares, como ostra que se desgarra buscando una perla negra.
Tantas rondas infantiles de las que fui exiliada, tantos babosos besos en los cumpleaños del jardín. El asco rodeaba cada saludo y los regalos en mis palmas se volvía un cofre plástico de tonos pastel. Descubrí al poco sonreír que los árboles me hablaban en el block Artel que el cielo debía ser horizontal, y según la educadora nunca vertical, porque la lluvia cae hacia el concreto, pero las nubes avanzan en fila, cubriendo de azúcares la nevazón que se acerca. Sorprendida de los copos y su guerra infantil, las bolas caen siendo bombas lanzadas por mi hermano en un patio blanco que fue verde y también llegó a ser celeste, cuando me recostaba en los dientes de dragón y achicoria.
Yo hablaba con mi mente, cantaba y era sirena, los tarros amplificaban cada melodía de mis fauces. Llamaba a los seres submarinos desde el dormitorio y más que una sirena, me transformé en ballena, aleteando con la cola, soplando en la superficie, esperando encontrar a mil amigos con quien jugar. Los ángeles cobijaron mi infancia, me arrullaron en la mecedora del comedor, me dieron galletas y lápices con los que dibujé sin control de mi mano izquierda el rostro de un tigre, las rallas de un pez payaso, el cariño de mi padre, la letra S de la estrella Sol.
Los abejorros naranja bailaron en mis narices, me dieron aliento frente a la indiferencia de mis compañeros de curso, jugué a las escondidas y avisé que libre por mí y libre por mis compañeros. No fui rápida, ni tampoco ágil, mis gracias se ocultaban en el estuche, en los lápices de palo, en mi voz y en el señor Don Gato que según la canción que triné frente al colegio, estaba sentadito en el tejado. Así mismo recibí una carta con tinta azul de mi abuela, desconocía de teléfonos y largas distancias, mandarle dibujos a la madre de mi padre era una forma de amar.
Sigue siendo la forma del querer regalar dibujos o calcetines. Morir al borde la vida con un hijo extinto en mi útero adolescente, sangrar y hervir en un baño amarillo. Pintar es sobrevolar cada día con el gozo de saberme presente, escaparme del sueño paralizado, respirar anhelos y galletas criollitas. Los días grises son hermosos, aunque cueste reconocer las luces y sombras en el paisaje del patio de la facultad de Artes. Me fui del sur, pero mis uñas se aferran al hielo, y mis labios se alegran de las cafeterías donde se bebe descontroladamente para mantenerse despierto, mil cafés en Santiago he recorrido, he transitado y he probado las tortas y las flores en mi boca.
Soy uno con el macrocosmos, soy protista en la corteza del costa-rama. Mis versos cortan la soga del cuello uterino, me enfrentan al pánico de no ser yo la que quite la vida de mi respiración. Estaré presente en los espacios de la tipografía, tejuela en la partitura del poema, viviré por los siglos de los siglos en el regazo de cada gato que mire con sus ojos redondos, en el merengue del dulce de la Ligua, en una carta del Tarot.